domingo, 7 de agosto de 2011

Modernismo y tradición

Allá por los años cincuenta mi madre se abrazó del modernismo, del deseo de lo nuevo, del "progreso" que dominó las ansias de la nueva clase media puertorriqueña. Quiso ella comprar un automóvil, quiso mudarse a una de las nuevas urbanizaciones de casas de concreto inspiradas en Miami, con marquesina y grama, alejada de lo que hasta entonces había sido nuestra casa en Santurce.

Y lo consiguió, a pesar de la reticencia de mi padre. Mi padre era posiblemente todo lo contrario de mi madre, un tradicionalista que no tenía ningún problema con tomar el autobus de la AMA todas las mañanas en la calle Loíza hasta el viejo San Juan, vestido de corbata con un traje Cadillac de paño crema y unos zapatos Oxford de marca Florsheim brillados a la perfección.
Y por supuesto, esa travesía iba a ser mucho más difícil, si no imposible, desde una urbanización cerca del aeropuerto de Isla Verde a donde en ese tiempo se llegaba por una gran carretera polvorienta que comenzaba a construirse y que se proponían llamarle "Avenida Norte".
Pero aquella nueva casa de arquitectura singular, terrera, con balcón abierto y pisos llamados "terrazo" iba a ser nuestra, como también lo era el nuevo carro modelo 1956, todo negro, con cromio y bandas blancas radiantes, chapa azul y roja de Chevrolet y unas luces traseras que ocultaban para mis efectos mágicamente la entrada por donde echar la gasolina.

Modernismo versus tradición. ¿Fue tan clara esa distinción entre mis padres?

Mi madre nunca abandonó hacer con su esposo y sus tres hijos la peregrinación ritual al Ponce natal y al de su boda. A la casona patriarcal de mis recuerdos. A las Navidades de la Plaza de las Delicias repleta en las noches frescas de diciembre con gente y olor de manzanas y buhoneros de toda suerte mostrando carritos de brillantes colores, muñecos de cuerda moviéndose, muñecas de Barby con Ken que a mis primas les hacía abrir sus grandes ojos y apretar las manos de los mayores, bolas de goma azules, rojas y amarillas, trompos, juegos de Jack, rompecabezas, cajas y más cajas de juguetes.
De Ponce a  Santurce, y de Santurce a una urbanización al final de una larga y oscura avenida que iban a llamar Norte. ¿Era ese el paso geográfico de la rueda de la transformación social y económica del Puerto Rico que nos servía de gran carretera? ¿Era esa la transfiguración de lo tradicional a lo moderno?

No fue del todo malo el cambio. A decir verdad, tuvo su bondad. En aquellos tiempos aquella urbanización que parecía una ciudad de la frontera con lo desconocido, Los Ángeles, era un enclave desconectado por tres de sus cuatro contornos. Las entradas eran únicamente por la famosa avenida mencionada, el resto era un fabuloso y novísimo mundo de lagunas, pesca, cangrejos, viajes en bicicleta y juegos de pelota. El "caño", los "burones", los "cobitos", las "cocolías" se sumaron entonces a los yo-yos, los trompos, los chicles Bazooka, las cartas de pelotero y las tardes completas de beisbol con bola de goma en aquellos veranos calientes de mi adolescencia. Allí, en esas calles, bajo postes de alumbrado y entre casas del concreto triunfante del Puerto Rico moderno me tocó crecer y perder la inocencia.

2 comentarios:

linda dijo...

Me parece estar leyendo una novela. Impresionante! Me llevó a un Puerto Rico que no conocí por no crearme aquí. Gracias

Carlos A Bas Huertas dijo...

Linda, gracias por leerme y comentar.