jueves, 11 de agosto de 2011

La noche que Germán vio a los Reyes Magos

Algo hacía de aquella casa en la calle Taft de Santurce el sitio perfecto para descubrir que los Tres Santos Reyes existían. Y no solamente por las características favorables del apartamento que me propongo describir, sino por el simple hecho de que los tres hermanos habíamos decidido que ese año, en esa noche del 5 de enero, íbamos a burlar cualquiera regla de nuestros padres con tal de hacer el descubrimiento más importante de nuestras vidas.

Sin quererlo, fue nuestra nana quien sembró en Germán la idea. Tres varones de entre las edades de 4 a 8 años pueden tardar mucho en desayunar si el ofrecimiento en la mesa no resulta de su agrado. Aquilina sabía que para tomarnos el plato de avena Quaker tenía que hacernos creer que los Reyes la habían cocinado, que en aquella cocina al final del pasillo los tres caballeros estaban, efectivamente, con toda su real vestimenta, preparándola. De modo que la presencia de los Magos en aquella casa de altos techos, una gran sala comedor y un largo pasillo hacia la cocina era algo casi normal, increíblemente habitual para los mayores.

Pero sólo para los mayores. Para nosotros estaba terminantemente vedado poder verlos. Romper esa prohibición tendría el más cruel de los castigos, el de no encontrar juguetes bajo la cama la mañana del día 6. Y así cargábamos la terrible tentación insaciable de correr con abandono hacia esa cocina y toparnos de frente con las miradas sorprendidas de los tres altos caballeros en su atuendo mágico y ancestral.

¿Qué hacer? Impensable arriesgarnos a que no nos visitaran nunca más, a que posiblemente ignoraran la dirección nuestra en la larga noche que se aproximaba. La solución fue tan sencilla como arriesgada. Aguardaríamos esa noche a verlos sin que ellos nos vieran. En el gran cuarto de tres camas de pilares con mosquiteros blancos y vaporosos que le daban una apariencia nocturna fantasmal, y arregladas las tres de modo que daban frente a una puerta de dos hojas que abría hacia la sala, los tres jovencitos se pondrían de acuerdo en permanecer despiertos, en no cerrar los ojos aquella noche, en aguardar que cuando más oscura estuviera la noche se abrirían las dos hojas y ante nuestros ojos disimulados por sábanas y frasadas se nos presentaría el espectáculo tan anticipado.

A mi me venció el sueño y lo mismo a José, con sus escasos cuatro años. Pero Germán nos dijo que los vió. Y aseguraba que en cierto momento los coquíes dejaron de cantar y que le pareció que también los pajaritos, y que se detuvo la brisa en las ventanas y las hormiguitas en las escaleras hicieron un alto en su eterno ir y venir, y los gusanitos en la tierra húmeda afuera en el patio explorado se quedaron tiesos. Y que a un súbito aroma de incienso le siguió un fulgor que iluminó la habitación y abrió las puertas sin que rechinaran como hacían siempre. Y que las capas de los hombres santos centelleaban mientras hacían su buena labor.

¿Por qué dudar que los vio? ¿Qué es la vida sino lo que creemos que es? A veces lo miro a los ojos y me surge el deseo de preguntar si todavía cree. Y entonces recuerdo lo que alguien una vez me dijo: se logra ver más cuando se cree, que cuando sólo creemos lo que nuestros ojos ven.

3 comentarios:

JMedardo dijo...

Hermoso y tierno recuento. Veo un libro en tu futuro.

Anónimo dijo...

Igual q las anteriores, una gran redacción y legado para todos.//Carlos Troche

l. a. dijo...

Me encanta! Aún recuerdo esas camas de pilares con mosquitero. Mi abuela le ponía color azul a la de los niños y el rosita para las nenas. Tan lindos los abuelitos! Por eso..... tienes q ser un niño para disfrutar lo verdadero de la vida.