viernes, 26 de agosto de 2011

Paseos y soledades

Tenía las calles de su centro pavimentadas de concreto y se decía que era la única ciudad de la Isla con esa novedad, esa característica de modernidad con clasicismo que sus habitantes reclamaban. Era un concreto pulido por el caucho de los escasos automóviles que la transitaban y que resplandecía con el sol caribeño que al mediodía lo bañaba.

Sus aceras eran a los ojos de un jovencito de ocho años en aquella mañana de un sábado una sinuosa vía de sensaciones noveles que se abrían a sus sentidos durante el caminar acelerado que imponía el paso determinado de la tía abuela. A dónde me llevaba esta vez, no lo sabía. Pero no importaba tanto. El sonido de las conversaciones de una multitud afanada en su diario vivir me llegaba a los oídos entremezclado con una secuencia visual de vitrinas, galerones y puertas, y de olores a telas, a frutas y perfumes, a jabones y fragancias, y a cabellos mojados junto al clip clip metálico y armonioso de tijeras de barberos en franca competencia con el constante soplar de los abanicos. Se le sumaban a esta sifonía citadina las risas corteses y afables, pero también las risotadas explosivas y estentóreas, los trinos de los pájaros enjaulados, el ladrido agudo de perros pequeños y el grave y paciente de los grandes, el timbre preciso de las cajas registradoras y los campanazos graves y ubicuos de la catedral. Me visitaban en aquel recorrido el ruido de las labores: el de los objetos arrojados, el de la sierra con su seductor olor del aserrín, el de martillazos y máquinas. Pero también el del ocio: velloneras, el choque de las botellas, el saque de billar seguido de exclamaciones masculinas, y el súbito claxon de un Oldsmobile de bandas blancas que me arrancaba de mi conexión aletargada con ese mundo sonoro, olfativo y visual que redescubría en cada uno de aquellos paseos veraniegos agarrado de la mano de la tía-abuela complaciente.

Aquella travesía de unos 10 minutos desde la calle Bértoly hasta la Plaza de las Delicias en donde estaba la fuente de los leones que vomitaban sendos chorros de agua era un curso de grata recompensa en su final, no sólo por la visita a aquellos leones de piedra impertérritos a los que miraba siempre con una mezcla de temor y asombro, sino porque invariablemente incluía entrar en una tienda en que vendían todos los comics -o como se les decía en aquel entonces, paquines- que debieron haber existido en el mundo: Superman, Batman, Linterna Verde, Tarzán, Archie, la Pequeña Lulú, Super Ratón, el Pato Donald, Mickey Mouse, Popeye y unos que me gustaban especialmente que se llamaban "Vidas Ejemplares" por los cuales aprendí sobre Alfred Schweitzer, Madame Curie y San Francisco de Asís. Cada ejemplar se compraba con un "vellón", lo que en Ponce llamaban "una ficha", 5 centavos que la diminuta y amorosa Tití extraía del fondo de una bolsa que cargaba entre muchas cosas, dinero, pañuelos perfumados y dos nísperos que llevaba para regalar.

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La tía abuela fue mi guía y conexión con el mundo real, mi Virgilio a través de aquella ciudad blanca en veranos calurosos. Pero los paquines y la soledad fueron los estímulos de mi imaginación en aquel verano de 1959 que por razones fuera de mi entendimiento pasé en la casa de mi abuelo en la calle Bértoly. Abrazé la rutina de bajar diariamente al gran patio y perderme por sus veredas. Pronto descubrí al fondo casi colindando con la gran verja divisoria de la propiedad los restos enmohecidos de un viejo sillón. Así sentado en aquella extraña reliquia pasaba largas horas contemplando el movimiento de las ramas mecidas por el viento y los pájaros silbando bajo un sol cuya luz se filtraba entre las hojas de los altos árboles y que llegaba a mis pies ya tenue y clemente, en mosaicos de luz y sombra que con la brisa se mecían y bailaban ante mis ojos soñolientos.

Entre aquel follaje y el claroscuro hice aquellas lecturas paquinescas y me fui creando un refugio muy íntimo, un mundo alterno pleno de descanso y de un cierto misticismo inocente, una abstracción del bullicio y un gradual abandono a fantasías que me fui elaborando en torno a imaginarios moradores anteriores de aquellos patios serenos de mangós, quenepas y limones.

¿Quién había sembrado aquellos ejemplares frutales inmensos? ¿Quién había construído las veredas que nadie pisaba ya, excepto yo? ¿A quién había pertenecido el antiguo sillón de mis reflexiones?

No sé si las lecturas me brindaron las respuestas a estas interrogantes. Qué amiguito desde un paquín de la pequeña Lulú se pudo haber transfigurado para conversarme sobre sus tiempos. Qué abuelos todavía prepubertos con nombres como Eufrosina, Rufino u Octavio pudieron aparecérseme. No sé por qué en la soledad de aquellos patios a mi corta edad desarrollé una atracción melancólica por tiempos idos. Nunca lo supe y nunca lo sabré. Sólo sé que en ese verano me parece haber descubierto un un mundo a mi manera. Que del acervo de recuerdos que junté del caminar por las aceras achaflanadas y agolpadas de gente de Ponce agarrado de la falda de la Tití, y del leer de comics, y del fondo del patio mágico en que me refugié, nació ese yo recóndito e incógnito que llevo conmigo al día de hoy.

lunes, 22 de agosto de 2011

Memoria

Deben quedarse flotando,
Deben disolverse en el aire,
Deben juntarse a lo que dejan detrás
Después de irse,
Las intenciones,
Los deseos,
Los besos,
Las miradas.

Las puedo ver en la penumbra.
Las siento en las pisadas
Sobre el pasto húmedo del monte.
Bajo los cielos rasos de madera
Con sus lámparas tristes.
En las aceras calientes
De la plaza de leones
Que derraman agua
En lugar de fuego
Y en la alborada
Esperada aún.

En el frescor de diciembre
Con el aroma de las manzanas
Y en noches de fiebre
En los veranos de quenepas
Con el alborozo de las palomas
Y el vuelo de las mañanas.

Cuando las encuentro ya no son, ya no flotan,
Ni disueltas ni esencia,
Ni agua, ni luz, ni retratos siquiera.
Son totales, devueltas del fragmento.

Son querencias sin nombre, son antojo
Son dolor y demencia.

Memoria,
Porque no serás parcial sino entera,
Te escribo cabal, te describo completa.

sábado, 13 de agosto de 2011

La firma

Tenía un tamaño menor que una caja de zapatos y era verde olivo brillante, de metal con una cerradura y una llave muy pequeña que guardaba aparte cuidadosamente en una gaveta. Decía que la había traído del ejército y en ella guardaba unos papeles en donde a veces escribía números y firmaba su nombre. Más tarde supe que eran "las cuentas del mes".

Era en algunos sábados en la mañana luego del desayuno que se sentaba en la mesa del comedor y extraía varios de esos papeles, una libreta de cheques del Banco Popular y un bolígrafo marca Parker que yo deseaba tener. Yo adivinaba sus propósitos y me procuraba obtener una silla a su lado para contemplar un ritual que a mi edad todavía no alcanzaba a entender totalmente.

Supongo que debe haber notado que me absorbía enteramente en su labor, que me ensimismaba siguiendo los movimientos del bolígrafo cuando escribía su firma en uno de aquellos cheques. Recuerdo la mano izquierda de dedos robustos y uñas cortas -tanto que no sé como no le dolían- empuñando con firmeza el instrumento de tinta azul, la punta casi tocando el papel, casi rozándolo, aún despegada por pequeños milímetros mientras hacía un curioso movimiento circular que hoy día imagino que era para afinar el pulso y crear el ritmo que tan necesario sería para que aquella elaboradísima primera letra que hacía, la "g" en mayúscula, fuera una vez más idéntica a todas las anteriores que en su vida había hecho. Una vez la cursiva salía de la letra inicial, todas las restantes de aquel primer nombre y apellidos tan poco comunes con que había sido bautizado iban apareciendo de abajo de la punta afilada del instrumento que marcaba el papel en una secuencia tan precisa y armoniosa, que pienso que debe haber sido una de las grafías más elegantes que jamás presencié en mi vida.

No sé si fui yo que le atribuí a esa firma de mi padre ciertos significados. O si ella las expresaba obviamente. O si alguien quiso implantar en mi mente esas ideas y ya no lo recuerdo. Pero la determinada y uniforme inclinación hacia la diestra de todas sus letras delgadas y altas, y la firmeza de los surcos, me hablaban de una masculinidad lograda, establecida, admirable; y de un temple exigente, recio, estructurado, un carácter de alguien que se exigía mucho en el orden personal-a saber si neciamente- y que para ese entonces vivía enamorado del ideal de la belleza perfecta. De lo sublime en la escritura, de los modales en la mesa, del vestir con elegancia, de la gran música.

No era por lo tanto casualidad que una faena como esta que yo miraba absorto estuviese casi siempre acompañada de la música de algún maestro compositor del romanticismo alemán. Fue observando hilarse la cursiva de la firma de Germánico Bas que escuché por primera vez la Novena Sinfonía de Ludwig Van Beethoven. Y por esta razón hoy no puedo escuchar los versos iniciales de su cuarto movimiento sin recordar lo que para mí significa: puede haber algo mejor.

"O freunde, nicht diese Töne.."
Oh hermanos, no estas notas sino otras.
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jueves, 11 de agosto de 2011

La noche que Germán vio a los Reyes Magos

Algo hacía de aquella casa en la calle Taft de Santurce el sitio perfecto para descubrir que los Tres Santos Reyes existían. Y no solamente por las características favorables del apartamento que me propongo describir, sino por el simple hecho de que los tres hermanos habíamos decidido que ese año, en esa noche del 5 de enero, íbamos a burlar cualquiera regla de nuestros padres con tal de hacer el descubrimiento más importante de nuestras vidas.

Sin quererlo, fue nuestra nana quien sembró en Germán la idea. Tres varones de entre las edades de 4 a 8 años pueden tardar mucho en desayunar si el ofrecimiento en la mesa no resulta de su agrado. Aquilina sabía que para tomarnos el plato de avena Quaker tenía que hacernos creer que los Reyes la habían cocinado, que en aquella cocina al final del pasillo los tres caballeros estaban, efectivamente, con toda su real vestimenta, preparándola. De modo que la presencia de los Magos en aquella casa de altos techos, una gran sala comedor y un largo pasillo hacia la cocina era algo casi normal, increíblemente habitual para los mayores.

Pero sólo para los mayores. Para nosotros estaba terminantemente vedado poder verlos. Romper esa prohibición tendría el más cruel de los castigos, el de no encontrar juguetes bajo la cama la mañana del día 6. Y así cargábamos la terrible tentación insaciable de correr con abandono hacia esa cocina y toparnos de frente con las miradas sorprendidas de los tres altos caballeros en su atuendo mágico y ancestral.

¿Qué hacer? Impensable arriesgarnos a que no nos visitaran nunca más, a que posiblemente ignoraran la dirección nuestra en la larga noche que se aproximaba. La solución fue tan sencilla como arriesgada. Aguardaríamos esa noche a verlos sin que ellos nos vieran. En el gran cuarto de tres camas de pilares con mosquiteros blancos y vaporosos que le daban una apariencia nocturna fantasmal, y arregladas las tres de modo que daban frente a una puerta de dos hojas que abría hacia la sala, los tres jovencitos se pondrían de acuerdo en permanecer despiertos, en no cerrar los ojos aquella noche, en aguardar que cuando más oscura estuviera la noche se abrirían las dos hojas y ante nuestros ojos disimulados por sábanas y frasadas se nos presentaría el espectáculo tan anticipado.

A mi me venció el sueño y lo mismo a José, con sus escasos cuatro años. Pero Germán nos dijo que los vió. Y aseguraba que en cierto momento los coquíes dejaron de cantar y que le pareció que también los pajaritos, y que se detuvo la brisa en las ventanas y las hormiguitas en las escaleras hicieron un alto en su eterno ir y venir, y los gusanitos en la tierra húmeda afuera en el patio explorado se quedaron tiesos. Y que a un súbito aroma de incienso le siguió un fulgor que iluminó la habitación y abrió las puertas sin que rechinaran como hacían siempre. Y que las capas de los hombres santos centelleaban mientras hacían su buena labor.

¿Por qué dudar que los vio? ¿Qué es la vida sino lo que creemos que es? A veces lo miro a los ojos y me surge el deseo de preguntar si todavía cree. Y entonces recuerdo lo que alguien una vez me dijo: se logra ver más cuando se cree, que cuando sólo creemos lo que nuestros ojos ven.

miércoles, 10 de agosto de 2011

La foto

Tengo una caja repleta de fotos y pequeños álbumes que fueron de mis padres en sus años mozos. Últimamente me ha dado por mirarlas. Algunas ya pálidas, otras todavía con buen contraste, las observo con una mezcla de sentimientos: algo de la extrañeza de observar un mundo anterior a mi existencia, algo de la satisfacción de constatar que mis progenitores experimentaron una vez la vida con la energía despreocupada de la juventud, algo de la amargura de saber que todo es inexorablemente efímero.

Entre esas fotos hay una de mi padre que se destaca sentado en una de esas amplias sillas adirondack de la época, vestido de camisa blanca remangada y pantalón claro, y unos zapatos negros que le armonizaban con su exuberante cabellera. Su mirada relajada y fija en un horizonte que no se capta y el cigarrillo entre los dedos de su mano despreocupada sugieren haberse captado en este retrato uno de esos momentos de plácida felicidad que bordean con un éxtasis sereno que he sentido en determinadas ocasiones.

¿Qué pensamientos, qué gratas realidades, qué planes futuros fueron el telón de fondo de esta imagen? ¿Qué preocupaciones, qué incertidumbres, qué miedos hurdían en el fondo? En un fondo tal vez profundo, enterrado por el momento, amortiguado por el presente, despreciado por el optimismo y la alegría inconmensurable de una pareja recién casada, de una primera criatura ya en el vientre de su bella esposa.

No es justo mirar un retrato del pasado y estar cargado de todos los recuerdos que la persona en la imagen aún no podía tener. Saber más que ella. Poder admirar la belleza de su juventud sin tener presente su vejez, contagiarse con el brillo de sus ojos sin recordarlos apagados, imbuírse de su energía y olvidar cuanto tuvo que luchar por mantenerla.

Pero no se trata de que un retrato lo diga todo ni que el tiempo le agregue contenido. No es así. No puede ser que se presagiara nada en un instante que fue de placidez, de éxtasis sereno y despreocupación. El mundo de Germánico Bas pudo haberse bifurcado por miles de encrucijadas a partir de esa tarde en un balcón en la calle Salud de Ponce. Sólo importa saber que fue un momento sencillamente bueno y que debe haber hecho una brisa fresca, y que se creía sin reservas que iba a ser así por mucho tiempo.

domingo, 7 de agosto de 2011

Modernismo y tradición

Allá por los años cincuenta mi madre se abrazó del modernismo, del deseo de lo nuevo, del "progreso" que dominó las ansias de la nueva clase media puertorriqueña. Quiso ella comprar un automóvil, quiso mudarse a una de las nuevas urbanizaciones de casas de concreto inspiradas en Miami, con marquesina y grama, alejada de lo que hasta entonces había sido nuestra casa en Santurce.

Y lo consiguió, a pesar de la reticencia de mi padre. Mi padre era posiblemente todo lo contrario de mi madre, un tradicionalista que no tenía ningún problema con tomar el autobus de la AMA todas las mañanas en la calle Loíza hasta el viejo San Juan, vestido de corbata con un traje Cadillac de paño crema y unos zapatos Oxford de marca Florsheim brillados a la perfección.
Y por supuesto, esa travesía iba a ser mucho más difícil, si no imposible, desde una urbanización cerca del aeropuerto de Isla Verde a donde en ese tiempo se llegaba por una gran carretera polvorienta que comenzaba a construirse y que se proponían llamarle "Avenida Norte".
Pero aquella nueva casa de arquitectura singular, terrera, con balcón abierto y pisos llamados "terrazo" iba a ser nuestra, como también lo era el nuevo carro modelo 1956, todo negro, con cromio y bandas blancas radiantes, chapa azul y roja de Chevrolet y unas luces traseras que ocultaban para mis efectos mágicamente la entrada por donde echar la gasolina.

Modernismo versus tradición. ¿Fue tan clara esa distinción entre mis padres?

Mi madre nunca abandonó hacer con su esposo y sus tres hijos la peregrinación ritual al Ponce natal y al de su boda. A la casona patriarcal de mis recuerdos. A las Navidades de la Plaza de las Delicias repleta en las noches frescas de diciembre con gente y olor de manzanas y buhoneros de toda suerte mostrando carritos de brillantes colores, muñecos de cuerda moviéndose, muñecas de Barby con Ken que a mis primas les hacía abrir sus grandes ojos y apretar las manos de los mayores, bolas de goma azules, rojas y amarillas, trompos, juegos de Jack, rompecabezas, cajas y más cajas de juguetes.
De Ponce a  Santurce, y de Santurce a una urbanización al final de una larga y oscura avenida que iban a llamar Norte. ¿Era ese el paso geográfico de la rueda de la transformación social y económica del Puerto Rico que nos servía de gran carretera? ¿Era esa la transfiguración de lo tradicional a lo moderno?

No fue del todo malo el cambio. A decir verdad, tuvo su bondad. En aquellos tiempos aquella urbanización que parecía una ciudad de la frontera con lo desconocido, Los Ángeles, era un enclave desconectado por tres de sus cuatro contornos. Las entradas eran únicamente por la famosa avenida mencionada, el resto era un fabuloso y novísimo mundo de lagunas, pesca, cangrejos, viajes en bicicleta y juegos de pelota. El "caño", los "burones", los "cobitos", las "cocolías" se sumaron entonces a los yo-yos, los trompos, los chicles Bazooka, las cartas de pelotero y las tardes completas de beisbol con bola de goma en aquellos veranos calientes de mi adolescencia. Allí, en esas calles, bajo postes de alumbrado y entre casas del concreto triunfante del Puerto Rico moderno me tocó crecer y perder la inocencia.

sábado, 6 de agosto de 2011

¿Por qué llamarse Bértoly 3?

Parece una dirección y es precisamente eso. Calle Bértoly # 3 es una residencia en una estructura de dos pisos enclavada en el corazón de Ponce, Puerto Rico, ciudad en donde nací un 4 de enero de 1951.

Todos guardamos recuerdos de las casas de nuestro pasado. En nuestra memoria habitan imágenes, la mayor parte de las veces dulces, de aquellos espacios, comedores, cocinas, pasillos, puertas, escaleras, balcones por donde de niños y luego jóvenes adultos nos desplazábamos.
Bértoly 3 no fue la casa en donde me crié. Fue la casa de mi abuelo. La casa de mis veranos juveniles, de un gran patio que se llenaba de quenepas y palomas, que albergaba jaulas con gallinas y conejos y caminos por entre los cuales un día encontré unas viejas canicas otrora escondidas por un niño como yo, que jamás volvió por su tesoro.

No podré nunca olvidar el laberinto de habitaciones que exploraba cuando los adultos no estaban en la casa, la viejita silenciosa eternamente postrada en una de las camas, los armarios altos con llaves extrañas, el retrato grande de mi abuela joven de cara triste que nunca conocí pues había fallecido mucho antes de que yo naciera, los pisos, el techo y las paredes de madera. ¡Oh qué madera tan noble y fresca que mis sentidos juveniles percibían!

Ya con gente, la casa cobraba una vida bulliciosa. En su amplia terraza del segundo nivel, rodeada de los frondosos árboles, se servía la comida. Era entonces que Bértoly Número 3 se colmaba de primos, tíos, y amistades en torno a sus dos mayores: el abuelo Papá Delmo, todavía enérgico y patriarcal, y la servil y cariñosa Tití, para auspiciar cual si fuera miembro familiar, los aromáticos guisos preparados por horas largas en su vetusta cocina cuadrada a unos pasos del mesón.
Muchos recuerdos guardo de esa casona que está hoy en ruinas. Pero quiero creer que ella también tiene memoria. Que en sus paredes de madera una vez brillantes y hoy secas y comidas por la polilla y el comején se inscribieron esas imágenes que conservo en mi mente. Y que en sus largas noches de abandono y silencio suspira por volver a colmarse de niños, padres, abuelos y vida.

Sea este blog un nuevo suspiro, una nueva casa para mis memorias y reflexiones, no del pasado necesariamente sino del presente que vivimos y del futuro que queremos.